Cisma de Occidente
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El Cisma de Occidente, también conocido como Gran Cisma de Occidente (no confundir con el Cisma de Oriente y Occidente, a menudo llamado simplemente Gran Cisma) es el período de la historia de la Iglesia Católica en que varios Papas (hasta tres) se disputaron la autoridad pontificia (1378-1417).
[editar] Historia
El Cisma de Occidente se produce después de la muerte de Gregorio XI en el año 1378.
Antes de morir Gregorio había trasladado la sede papal de Aviñón a Roma. Una vez convocado el Cónclave para la elección del nuevo dirigente de la Iglesia, hubo fuertes disturbios en Italia: el pueblo romano clamaba por un papa italiano y pedían a los 16 cardenales (10 de los cuales eran franceses) que escucharan sus peticiones. Los cardenales eligieron a un napolitano, al arzobispo de Bari que tomó el nombre de Urbano VI. Al parecer Urbano era déspota y después de su elección le pidieron que abdicara, y ante su negativa varios cardenales disidentes elegirán a Roberto de Ginebra como Clemente VII.
De esta manera se divide momentáneamente la Iglesia, la fe católica se encuentra ante dos personas que dicen y reclaman con argumentos altamente convincentes ser el representante de Dios y de su Iglesia. Los franceses optaron sin dudar por Clemente VII, quien, mal acogido en Nápoles, regresó a Aviñón. En cambio los ingleses, los alemanes y los italianos siguieron fieles a Urbano VI. Así surgen las dos obediencias, en cuyos límites influyen las alianzas políticas. Saboya y Escocia siguieron la elección de Francia; lo mismo y los obispos renanos. Nápoles y Milán practicaron el doble juego. En cuanto a los soberanos castellanos y aragoneses, adoptaron, por escrúpulo de conciencia, una política de espera.
A la muerte de Urbano VI los cardenales escogieron a Bonifacio IX, por su parte a la muerte de Clemente VII en Francia (a pesar de la negativa de los reyes) a Benedicto XIII.
En la Universidad de París, Enrique de Laugenstein y Conrado de Gelnheusen, pronto seguidos por Pedro de Ailly y por Gerson, indicaban las «tres vías» que podían poner fin al cisma: el compromiso, la cesión y el concilio.
El recurso al concilio. Los cardenales disidentes, las ciudades del norte de Italia, el rey de Francia, y por supuesto la Univ. de París estaban de acuerdo para convocar en Pisa el concilio, al cual se adhirieron los alemanes y los ingleses. Comenzó el 25 de marzo de 1409 e inmediatamente fueron citados los dos papas a comparecer, siendo ambos acusados. Depuestos el 5 de junio, después de expuestos los cargos de acusación por los dos canonistas más famosos de la época, Zabarella y Pedro de Ancarano. Inmediatamente, los 24 cardenales presentes entraron en cónclave y eligieron a Pedro Philargés, cretense de origen, religioso franciscano, humanista, profesor en Oxford y en París, quien tomó el nombre de Alejandro V. La elección no resolvía nada. Muchos obispos celosos y generosos habían acudido a Pisa, pero la ilegitimidad de su convocación seguía estando en pie; no habían hecho nada para la solución del problema. ¿Tiene un concilio el derecho de deponer a un papa? ¿Y cómo aplicar tal decisión? Benedicto XIII fue reconocido por Aragón y Castilla. Se retiró a Barcelona y después, en 1411, a Peñíscola manifestando, a pesar de su edad, una increíble actividad. Gregorio XII se ve obligado por la deserción de los venecianos, a huir a Gaeta y a Rimini.
Muerto Alejandro V en Bolonia, los cardenales le dieron inmediatamente (17 de mayo de 1410) un sucesor, Juan XXIII (v.). Éste, Baltasar Cossa, hombre guerrero más que Pontífice, había dirigido el juego en Pisa. Su reputación era enojosa y todos sus actos lo confirmaron. En Italia, en donde continuó la lucha por Nápoles y por Roma, el «imbroglio» llegaba a su colmo. Tomada Roma por Juan XXIII y saqueada por Ladislao de Durazzo, aquél celebró en ella un nuevo concilio. Francia se mantenía desgarrada por la contienda entre los borgoñones (v.) y los Armagnacs (v.), netamente galicanos, éstos. Para muchos, la salvación de la Iglesia sólo podía venir del Emperador, que era el único con poder para convocar un concilio ecuménico en lugar del papa. Segismundo, elegido rey de los romanos en 1410, soñaba con desempeñar esta función. Designó la ciudad de Constanza para que fuera el lugar de cita de la cristiandad el 1 de noviembre de 1414. Una vez reunida la asamblea, todo se puso a discusión: derechos del concilio, del Papa, del Emperador, organización de los escrutinios (individualmente o por «nación»), reforma de la Iglesia, etc. Juan XXIII, el único de los tres Papas que estaba presente, se enemistó pronto con Segismundo y en vez de abdicar, huyó de noche disfrazado. Fue destituido, arrestado y hecho prisionero (29 de mayo de 1415); soportó la prueba con mucha humildad. En cuanto a Gregorio XII hizo leer un decreto de convocación del concilio de Constanza (v.) (cuya legitimidad confirmaba de esta manera) ante Segismundo y renunció al pontificado.
Quedaba por convencer Benedicto XIII. Segismundo viajó a Perpiñán para éncontrarse con él, pero no pudo vencer su intransigencia. Esto determinó a Castilla, a Navarra y, menos claramente, a Aragón a abandonarle y comparecer ante el concilio, en el cual estuvieron representadas desde entonces cinco autoridades: la italiana, la francesa, la alemana, la inglesa y la española. Benedicto XIII fue, por fin, depuesto por el Concilio, el 26 de julio de 1417 como «cismático y hereje». Entretanto, los Padres de Constanza estaban empeñados en la realización de la reforma de la Iglesia «en su cabeza y en sus miembros». Para conseguirlo habían proclamado de antemano la superioridad del concilio sobre el Papa y que la autoridad de la Iglesia no reposaba ni sobre el Papa ni sobre los cardenales, sino sobre la agregatio fidelium, cuya expresión la constituían las naciones (6 de abril de 1415).
Vino después la censura de los escritos de Wycliff, el proceso y la condenación de Jan Hus (6 de julio de 1415) y de Jerónimo de Praga (30 de mayo de 1416) y la discusión, con ocasión del asesinato del duque de Orleans, de la legitimidad del tiranicidio. Se votaron cinco Decretos de reforma, del que sólo uno tenía una gran importancia: el Decreto Frequens (9 de octubre de 1417), que imponía la celebración obligatoria del concilio cada 10 años. Los alemanes, inquietos por el estado de la Iglesia, quisieron ante todo decretar las reformas indispensables de la misma. Las otras naciones protestaron, por el contrario, contra toda demora en «hacer desaparecer la anomalía de una Iglesia sin jefe». Se decidió agregar a los 23 cardenales, muy atacados por el concilio, otros 30 prelados, seis por nación. Otón Colonna fue elegido casi unánimemente el día de San Martín, el 11 de noviembre de 1417 y tomó el nombre de Martín V (v.). Se abría la vía para restablecer la unidad en la Iglesia.
Benedicto XIII, el Papa Luna, siguió imperturbable en su postura y murió en 1423, a los 96 años en Peñíscola, a donde había mudado la sede papal, en el antiguo castillo de la Orden del Temple.
Tras ello sus cardenales eligieron a su sucesor,Gil Sánchez Muñoz, que tomó el nombre de Clemente VIII, ultimo papa de la obediencia de Aviñón, en el Salón del Cónclave del castillo de Peñíscola, lugar donde residió hasta su abdicación en Martín V. Ésta se produjo en San Mateo del Maestrazgo (Castellón), en 1429, principalmente, debido a las presiones políticas del rey de la Corona de Aragón, Alfonso V, inmerso en la conquista del reino de Nápoles.
Con esta abdicación se considera que el Cisma finalizó.
[editar] Resumen
La Iglesia de Occidente vive uno de los momentos de mayor tensión en la Baja Edad Media. Durante el siglo XIV se da el largo episodio del Pontificado en Aviñón -trasladado a esta ciudad francesa por diferentes razones entre las que destacan la grave crisis que sufría Italia y el deseo de centralización fiscal por parte del papado- y el Cisma de Occidente con la elección simultánea de Urbano VI y Clemente VIII. La extinción del Cisma se consigue con la elección de Martín V, en la centuria siguiente; pero, los problemas no se resuelven, surgiendo con fuerza la vía conciliarista. El triunfo del Pontificado se alcanza con Nicolás V en el seno del Concilio. Respecto a la cultura y la espiritualidad, las convulsiones sociales, la presencia de la guerra como un hecho permanente y las duras oleadas de peste que merman Europa, causas y consecuencias de sí mismas, inducen a la toma de posturas y sentimientos contrapuestos y extremos: el más absoluto idealismo y el realismo más desgarrado; movimientos de rígido ascetismo junto a una escandalosa inmoralidad. Aunque la cultura sigue estando en manos de los clérigos, se aprecia una cierta secularización: el laicismo humanista, cuyos primeros esbozos se atisban en estos momentos.